viernes, 30 de octubre de 2009

Las prostitutas, una vez por semana

El día que las mujeres que trabajan en las casas de tolerancia tenían libre debían aprovecharlo para ir desde el Barrio del Sapo hacia el centro de Mercedes para realizarse el examen médico semanal de carácter obligatorio. De lo contrario, no podían trabajar porque si se realizaba una inspección y las muchachas no estaban al día, la dueña del burdel era multada. Entonces, los que concurrían tenían la seguridad de no contagiarse enfermedades.
A las prostitutas, en su día libre, se les permitía estar en el centro de la ciudad hasta determinada hora y debían transitar en coche manejados por choferes. Ser cochero de estos vehículos era un trabajo muy deseado por los hombres porque esas mujeres recompensaban muy bien lo que ellos hacían con propinas que iban más allá del dinero.
Eran pocas las amas de casa que entraban a un negocio cuando una prostituta estaba comprando, aunque algunas accedían para poder curiosear cómo vestían las acompañantes de la soledad de los hombres y ver su comportamiento.
El vestuario de esas mujeres era un tanto excéntrico: refinado maquillaje que empleaban con desparpajo; medias caladas aborrecidas por las señoras de la época; siempre estaban de minifalda, haciendo escandalizar a las matronas por la desfachatez que se mostraba, ya que ellas, en la década del veinte, usaban ropa que llegaba hasta los tobillos. Por último, el perfume que usaban era de una fragancia muy fuerte, que superaba a la de los tilos que dan sombra a la ciudad.
Las amas de casa pretendían que sus hijos no conozcan el Barrio del Sapo porque decían que era un antro de corrupción, pero los adolescentes solían escaparse en busca de los prostíbulos o de las novias que tenían y que vivían ahí.
Los más jóvenes buscaban los ranchos para bailar y divertirse ya que, por sus edades, tenían prohibida la entrada a los burdeles. Ellos eran bien vistos en esos lugares, más si iban acompañados de yerba y azúcar. Con los primeros minutos de la madrugada, los muchachos regresaban a sus casas ubicadas en el centro de la ciudad sin hacer ruido alguno, porque este tipo de juergas eran mal vistas y no debían trascender en el ámbito familiar, debido a que si se conocía lo ocurrido, podía acaecer un desastre social dentro de esos hogares enchapados en reglas fijas, donde la línea de convivencia era incorruptible.

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