domingo, 30 de enero de 2011

La historia de la muerte de José Barrionuevo, condenado a la horca sin miramentos

La historia del fusilamiento de José Barrionuevo es extraída del libro “Del viejo Mercedes”, de Roberto Tamagno, escrito en 1936 y que cuenta interesantes historias del pasado, como la muerte de este santiagueño, querido por los mercedinos.
La lápida de José Barrionuevo indica que su fecha de muerte fue el 30 de enero de 1858. Ese día amaneció apacible, tranquilo. Sin embargo, horas después, en la plaza de la Villa ocurriría un hecho dramático.
A poco de salir el sol llegaba de todos los rumbos al galope de sus caballos el gauchaje de los alrededores. No faltaba nadie para ver el hecho. Hasta desde los Fortines de Areco y Navarro se acercaron a lo que hoy es la Plaza San Martín. Nadie se quería perder de ver la muerte de José Barrionuevo. Todos querían ocupar un lugar de privilegio.
José Barrionuevo permaneció su último día de vida en el pequeño calabozo de la Cárcel de la Villa, ubicado dentro del Fuerte, emplazado donde hoy se encuentra el Palacio Municipal.
La cantidad de gente que llegaba, se agolpaba incrédula ante la noticia. Todos ellos alentaban la esperanza de que Barrionuevo no hubiera de morir, porque todos lo estimaban. Tal vez, el indulto llegase a tiempo, cuyo pedido el propio cura párroco Doctor Eduardo O´Gorman se había encargado de realizar.
Es cierto que mato mal. Que no le dio tiempo ni a moverse a Robledo, cuando en la pulperia de doña Josefa Tiseira, a eso de las oraciones , sin que mediara palabra, le partió el corazón de una puñalada.
Nadie podía olvidar que Barrionuevo era un hombre joven y bueno. Sus patrones se apuraron a comparecer ante el Juzgado a manifestar que, desde su llegada, traído de Santiago del Estero por los azares de la guerra civil, se le había tenido por un hombre trabajador y tranquilo. Ni siquiera era un borracho.
La misma pulpera Josefa, que tenía el negocio cerca del monte de Bermúdez, lo había declarado. Allí pasaba los domingos, pero era poco aficionado a “chupar”. Como mucho tomaba una cuarta y media de vino.
El día que ocurrió el asesinato había tomado de más, es cierto. A su vino de siempre le agregó unos anises, pero con todo alcanzó a hallarse “divertido”, pero no estaba en su razón. La prueba está que en lugar de salir corriendo o esconderse, se fue al rancho de Petrona Cardoso arrastrando el chiripá y se tiró en la cama diciéndole “cerrá la puerta”.
Los vecinos de la Villa hacían varias reflexiones mientras esperaban la hora de la ejecución, que el Gobernador Alsina señaló para las diez de la mañana y que había sido anunciada en carteles.
Quienes tenían relación con el Comisario y con el Alcalde de la Cárcel Don Juan Gache, afirmaban que el preso se mantenía sereno asistido por el Teniente Cura de la Parroquia, Don Luis Copello.
Todos los lugares desde los cuales podía dominarse la plaza principal estaban colmados. Sobre la avenida Santa Rosa, hoy Bartolomé Mitre (Nº 29), en la casa de don Pedro Aranguren, que con la Tienda Torroba eran las únicas de alto con sus balcones y azoteas repletas. Lo mismo ocurrió con el atrio de la Iglesia sobre la calle Buenos Aires, hoy Rivadavia (Nº 24). La casa del doctor Romero, la confitería Galatoire y los ranchos que la rodeaban no podían dar ubicación a una persona más. El único lugar donde no había gente era la esquina Noroeste de la plaza, ya que todavía existían los fosos del antiguo Fuerte (esquina de 26 y 29).
Desde temprano los pregoneros anunciaban la próxima ceremonia y que el cadáver del ajusticiado sería colgado en la horca a la expectación pública. A las nueve de la mañana se escuchó el tambor que anunciaba la presencia de las tropas que acampaban en ese entonces en la ciudad y cuando faltaban pocos minutos para que sean las diez, llegó a la cárcel, a la vez Juzgado y Comisaría, frente a la plaza, sobre la calle ancha, acompañado del Juez de Paz don Eustaquio Cardoso, el escribano Argüello, quién venía a leer por última vez las sentencies del Juez y Cámara al reo, que ya llevaba casi 24 horas de capilla.
De acuerdo con la óden del Gobernador, el fusilamiento debía hacerse en la plaza, verde potrero, rodeado en todo su contorno de una cadena y en cuyo centro se levantaba la pirámide, donde hoy se encuentra el monumento a San Martín.
El banquillo fue puesto junto a la pared de la cárcel y a su frente formó el piquete policial con las tercerolas listas.
Justo al toque de las diez apreció engrillado Barrionuevo, alto, cenceño, esbelto. Caminó con dificultad por los grillos, escuchói la nueva y prolija lectura del escribano, agradeció con los ojos los consuelos que el cura le había prodigado y recibió sereno la descarga. Desfilaron las tropas marcialmente y el cuerpo de José Barrionuevo, pingajo sanriento, pendió de la horca durante cuatro horas.